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domingo, 14 de septiembre de 2014

Tener alas.

Y estaba ahí, gritando muy fuerte. Estaba ahí presente y nadie se daba cuenta... "¿Por qué no me ven?" - Gritaba. Pero nadie me oía. No sentía mis pies. Caminé por aquellas calles, por cierto era una tarde de primavera, pero lluviosa. Sentía que no eran mis lágrimas las que caían de mis ojos, sino la lluvia. La lluvia que mojaba hasta el recuerdo más feliz, para ahogarlo en un río de tristeza. A mi me gustaba la lluvia. A mi me gustaba porque me hacía acordar a mi hogar, a mi ventana, a mi papá sentado a mi lado mirando la lluvia conmigo. Amaba el olor a tierra mojada. Adoraba ver a mi abuelo sentado, leyendo su diario, con la misma frase que repetía siempre cuando llovía "Cada año, las lluvias son más fuertes. En mi época no llovía de esta forma". Pero no era lluvia con recuerdos lindos. Esta vez, la lluvia venía para arrasar con mis buenos momentos. Odiaba a la lluvia...
Y estaba ahí, seguía gritando fuerte. Pero a nadie le importaba. "¿Por qué no se detienen a ayudarme?" "¿Acaso alguien me escucha?" - ya no eran gritos, eran sollozos. Sentía que me faltaba el aire, que me costaba caminar. Dentro de mi mente, seguía sumergida en el pozo. Necesitaba tener alas, salir volando. Necesitaba esa misma libertad que siente un pájaro, apenas deja el nido. Quería volar y volar, a muchos metros de distancia. No quería que mis pies estén pegados a la tierra. Yo quería volar. No quería entender, no quería saber. Quería escaparme de tanto miedo, de tanta tristeza. Quería tener alas...
Seguí caminando. Sentía que mi corazón latía cada vez más fuerte. Había voces que hablaban de cualquier otra cosa. Y me aturdían. Esas voces hacían explotar mis oídos...
No podía pensar en otra cosa. Me sentía culpable si escapaba. No podía dejarlos en ese lugar, los tenía que llevar conmigo. Y entonces recordé lo que estaba evitando recordar. Recordé sus caras, sus ojos, sus manos, que uno por uno, fueron soltando las mías. Se alejaron de mi, los miraba y no lo entendía. Los miraba y sentía que ya no los veía. Y en ese momento, los escombros en el suelo se tiñeron de rojo. Y yo tenía miedo, estaba confundida. No entendía. No encontraba una explicación."Estoy sola" Pensaba, sintiendo que mis labios pronunciaban aquellas palabras sin quererlo. No podía hacer más que llorar. No podía hacer más que horrorizarme y llorar. Escuchaba esos ruidos, esos que a mi me asustaban desde chiquita. Escuchaba que se aproximaban. Necesitaba correr, necesitaba irme. Y así fue, corrí lo más que pude. Corrí con todas mis fuerzas. Y esa noche no dormí, esa noche me quedé en una plaza, con un perro a mi lado, que parecía disfrutar de mi compañía, tanto como yo la de él. 
No pensaba en otra cosa aquella noche. Sentía que mi vida se había transformado en un pozo lleno hasta el borde de decepciones, bronca, rencor, dolor... Esta última palabra siempre me daba un cierto miedo. Porque hace muchos años, mi vecina falleció por un dolor que le caló todos los huesos. Por culpa de un dolor físico. Y yo tenía miedo. ¿Y si me pasaba lo mismo? O peor aún; pensaba en lo que pasaría si lo que me condenaba no era un dolor físico, sino del alma, y que nunca sanaría. No quería que él gane la batalla, quería ganarlo yo. No iba a permitir que se interponga en mi vida, no quería vivir dominada por ese dolor que llevaba en mi pecho, quería ser libre.
Así había pasado mi noche. Pero aún continuaba recordando, caminando sin un destino. Caminaba y observaba. Caminaba y me asustaba. Caminaba y no entendía. Caminaba, pero ya no gritaba. Al recordar el por qué había terminado caminando por esas calles, ese día de primavera lluvioso, paré de gritar. Y caminé callada, impresionada. Jamás había visto gente tan fría. ¿Por qué me ignoraban? ¿Acaso no les importaba lo que me pasaba? Entonces lo había comprendido. A nadie le importaba lo que sentía. A nadie le importaba que yo sentía que iba a morirme. Toda esa gente no me escuchó o no me quiso escuchar. Y mientras caminaba, miré a muchas personas a los ojos, esperando que se dieran cuenta de que algo no iba bien. De que alguien estaba esperando que le den una mano. Los miré y sólo dos me devolvieron una mirada, la primera persona, me devolvió una mirada cansada, lo sabía porque lo vi en sus ojos. Lo sabía porque recordaba a mi mamá deseándome buenas noches cuando me iba a dormir. Ella tenía esa misma mirada. Y yo durante el día la veía muy ocupada, siempre haciendo cosas. Quizás por eso estaba cansada, nunca le pregunté.
La segunda mirada, fue una mirada muy fría. Una mirada que me heló todo el cuerpo. Una mirada que con ella llevaba desprecio, rechazo. Una mirada que me inspeccionó en un segundo. Una mirada, que fue casi como un espejo, donde me pude ver, con la cara, el pelo y las manos sucias. Me vi con la ropa manchada y rota. Asustada, con dolor. Lo que no pude ver es el por qué. Quería encontrar en sus ojos, la respuesta. ¿Por qué no me ayudó? ¿Por qué no se detuvo aunque sea un momento? 
Cerré los ojos, comencé a sentirme mareada. Volví a abrirlos y todo me daba vueltas. Sentía que estaba perdiendo la conciencia. Lo único que vi antes de cerrar los ojos, fue una mano que me tocó la frente, mientras, gritando, pedía ayuda. Me desvanecí y me sostuvo en sus manos como si fuese un bebé.
Y ahí estaba yo, volando por el cielo. Me crecieron alas, y volaba. El cielo era azul. No llovía más. No escuchaba ya el ruido de las bombas y de los disparos. Ya no existía ninguna guerra. Y podía ver a mi mamá, mi papá y mi abuelo vivos, como los quería recordar, volando conmigo...